15.4.08

Tíbet. Un infierno bajo la teocracia y el feudalismo



Michel Parenti,
Tibet, ¿Friendly Feudalism?


A través de los tiempos ha prevalecido una angustiosa simbiosis entre la religión y la violencia. Las historias del cristianismo, del judaísmo, del hinduismo y del Islam están fuertemente entrelazadas con venganzas internas, inquisiciones y guerras. Una y otra vez, los profesionales de la religión han pretendido tener un mandato divino para aterrorizar y masacrar a herejes, infieles y otros pecadores.

Hay quien ha argumentado que el budismo es diferente, que aparece en marcado contraste con la violencia crónica de otras religiones. Por cierto, tal como es practicado en Estados Unidos, el budismo es más una disciplina “espiritual” y psicológica que una teología en el sentido usual. Ofrece técnicas meditativas y auto-tratamientos que dicen aumentan la “iluminación” y la armonía interior. Pero como todo otro sistema de creencias, el budismo debe ser juzgado no sólo por sus enseñanzas sino por la conducta real de sus adalides.

¿La excepción budista?

Una mirada a la historia revela que las organizaciones budistas no han estado libres de las actividades violentas tan características de los grupos religiosos a través de los tiempos. En Tíbet, desde principios del siglo XVII hasta bien comenzado el XVIII, sectas budistas en competencia emprendieron hostilidades armadas y ejecuciones sumarias (1). En el siglo XX, de Tailandia a Birmania y de Corea a Japón, los budistas han chocado los unos contra los otros y contra no-budistas. En Sri Lanka, inmensas batallas en nombre del budismo forman parte de la historia cingalesa (2).

Hace sólo unos pocos años, en Corea del Sur, miles de monjes de la orden budista Chogye –supuestamente devoto de una búsqueda meditativa de iluminación espiritual– se combatieron con puños, piedras, bombas incendiarias y garrotes, en violentas batallas que duraron semanas. Rivalizaban por el control de la orden, la mayor de Corea del Sur, con un presupuesto anual de 9,2 millones de dólares, millones de dólares adicionales en propiedades y el privilegio de nombrar a 1.700 monjes en diferentes puestos. Las reyertas destruyeron parcialmente los principales santuarios budistas y dejaron a docenas de monjes heridos, algunos seriamente. Las dos facciones en disputa presumían de apoyo público. En realidad, parece que los ciudadanos coreanos desdeñaban a ambas partes, considerando que cualquiera de las camarillas de monjes que tomara el control de la orden utilizaría los donativos de los fieles para acumular riquezas, incluyendo casas y automóviles caros. Según una fuente noticiosa, la reyerta dentro de la orden budista Chogye (transmitida en gran parte por la televisión coreana) “arruinó la imagen de la Iluminación Budista” (3).

Sin embargo, muchos budistas actuales en EE. UU. argumentarían que nada de esto tiene que ver con el Dalai Lama y con el Tíbet que él presidió antes de la ofensiva china de 1959. El Tíbet del Dalai Lama, creen, era un reino orientado hacia la espiritualidad, libre de formas de vida egoístas, de un materialismo vacío, de esfuerzos estériles y de los vicios corruptores que afectan a la sociedad industrializada moderna.

Los medios noticiosos occidentales, y un montón de libros de viajes, novelas y películas de Hollywood han descrito la teocracia Tibetana como un verdadero Shangri-La y al Dalai Lama como un sabio santo, “el mejor ser humano viviente”, como barbotó efusivamente el actor Richard Gere (4).

El propio Dalai Lama apoyó esa imagen idealizada del Tíbet con declaraciones como: “La civilización del Tíbet tiene una larga y rica historia. La influencia omnipresente del budismo y los rigores de la vida en los amplios espacios abiertos de un entorno que conserva su belleza natural resultó en una sociedad dedicada a la paz y la armonía. Gozábamos de libertad y satisfacción” (5). En realidad, la historia del Tíbet es un poco distinta. En el siglo XIII, el emperador Kublai Khan creó al primer Gran Lama, que debía presidir sobre los otros lamas como un Papa lo haría sobre sus obispos. Varios siglos más tarde, el emperador de China envió un ejército a Tíbet para apoyar al Gran Lama, un ambicioso hombre de 25 años, que luego se dio el título de Dalai (Océano) Lama, gobernante de todo Tíbet. Es una buena ironía histórica: el primer Dalai Lama fue instalado por un ejército chino.

Para elevar su autoridad más allá de todo desafío mundano, el primer Dalai Lama se apoderó de los monasterios que no pertenecían a su secta, y se cree que destruyó escrituras budistas que estaban en conflicto con su pretensión de divinidad (6). El Dalai Lama que le sucedió se dedicó a una vida sibarítica, disfrutando de numerosas amantes, celebrando fiestas con sus amigos, escribiendo poesía erótica y actuando de otras maneras que podrían parecer inapropiadas para una deidad encarnada. Por ese motivo fue “desaparecido” por los sacerdotes. En 170 años, a pesar de sus estatus reconocidos como dioses, cinco Dalai Lamas fueron asesinados por sus sumos sacerdotes u otros cortesanos budistas no-violentos (7).

Shangri-La (para nobles y Lamas)

Las religiones han tenido una estrecha relación no sólo con la violencia sino también con la explotación económica. Por cierto, es a menudo la explotación económica la que incita a la violencia. Así fue con la teocracia tibetana. Hasta 1959, cuando el Dalai Lama presidió por última vez el Tíbet, la mayor parte de la tierra cultivable seguía organizada en propiedades señoriales religiosas o laicas, trabajadas por siervos. Incluso un escritor como Pradyumna Karan, simpatizante del antiguo orden, admite que “una gran parte de los bienes raíces pertenecía a los monasterios, y la mayoría de estos amasó inmensas fortunas... Además, monjes individuales y lamas pudieron acumular grandes riquezas mediante su participación activa en el comercio, los negocios y los préstamos de dinero” (8). El monasterio Drepung fue uno de los principales latifundios del mundo, con sus 185 feudos, 25.000 siervos, 300 grandes pastizales y 16.000 vaqueros. La riqueza de los monasterios beneficiaba a los lamas de rango superior, muchos de los cuales eran vástagos de familias aristocráticas, mientras que la mayoría del clero inferior era tan pobre como la clase campesina de la que provenía.

Esta desigualdad económica, determinada por la clase, dentro del clero tibetano, era muy parecida a la del clero cristiano en Europa medieval. Junto con el clero superior, se beneficiaron los dirigentes laicos. Un ejemplo notable fue el comandante en jefe del ejército tibetano, que poseía 4.000 kilómetros cuadrados de tierra y 3.500 siervos. También era miembro del gabinete laico del Dalai Lama (9).

El antiguo Tíbet ha sido falseado por algunos de sus admiradores occidentales como “una nación que no necesitaba una fuerza policial porque su población respetaba voluntariamente las leyes del Karma” (10). En realidad, tenía un ejército profesional, aunque pequeño, que servía de gendarmería para que los terratenientes mantuvieran el orden y capturaran a los siervos escapados (11).

A menudo arrebataban a jóvenes muchachos tibetanos a sus familias y los llevaban a los monasterios para que fueran preparados para ser monjes. Una vez que se encontraban allí, quedaban obligados de por vida. Un monje, Tashì-Tsering, informa que era práctica común en los monasterios que los niños campesinos sufrieran abusos sexuales. Él mismo fue víctima de repetidas violaciones cuando niño al poco tiempo de ser llevado al monasterio a los nueve años (12). Las propiedades monásticas también reclutaban a niños campesinos para la servidumbre de por vida como empleados domésticos, danzarines y soldados.

En el antiguo Tíbet había pequeñas cantidades de agricultores que sobrevivían como una especie de campesinos libres, y tal vez unas 10.000 personas que formaban la “clase media”, familias de comerciantes, mercaderes y pequeños negociantes. Miles de ellos eran mendigos. Una pequeña minoría se componía de esclavos, generalmente sirvientes domésticos, que no poseían nada. Sus descendientes nacían como esclavos (13). En 1953, la mayor parte de la población rural –unos 700.000 de una población total estimada en 1.250.000– se componía de siervos. Atados a la tierra, recibían sólo una pequeña parcela para cultivar su propio alimento. Generalmente, los siervos y otros campesinos no recibían educación ni atención sanitaria. Pasaban la mayor parte de su tiempo trabajando para los monasterios y para lamas individuales de alto rango, o para una aristocracia laica que no contaba con más de 200 familias. En efecto, eran propiedad de sus amos, que les decían qué cultivar y qué animales criar. No podían casarse sin el consentimiento de su señor o lama. Un siervo podía ser fácilmente separado de su familia si el propietario lo enviaba a trabajar a un sitio distante. Los siervos podían ser vendidos por sus amos, o sometidos a tortura y muerte (14).

Un señor tibetano escogía a menudo a sus mujeres de entre la población de siervos, si nos basamos en la declaración de una mujer de 22 años que era una sierva escapada: “Todas las muchachas siervas hermosas eran usualmente tomadas por el propietario para ser sirvientas en la casa y utilizadas a su gusto por el amo”. “No eran otra cosa que esclavas sin derechos” (15). Los siervos necesitaban permiso para ir a cualquier sitio.

Los terratenientes tenían autoridad legal para capturar y recuperar por la fuerza a los que trataban de huir. Un siervo escapado de 24 años, entrevistado por Anna Louise Strong, saludó la intervención china como una “liberación”. Mientras fue siervo, afirmó, no era muy diferente de un animal de tiro, sometido a un trabajo incesante, al hambre y al frío, sin poder leer o escribir, y sin saber nada de nada. Relata sus intentos por escapar:

“La primera vez [los hombres del terrateniente] me sorprendieron cuando huía. Yo era muy pequeño y sólo me esposaron y me insultaron. La segunda vez me golpearon. A la tercera vez ya tenía quince años y me dieron cincuenta fuertes latigazos; dos de ellos se me sentaron encima, uno sobre mi cabeza y otro sobre mis pies. Me salió sangre por la nariz y la boca. El supervisor dijo: “Esto es sólo sangre de la nariz; agarren palos más pesados y sáquenle algo de sangre del cerebro”. Entonces me golpearon con palos más pesados y me echaron alcohol y agua con sosa cáustica en las heridas para que dolieran más. Me desmayé durante dos horas” (16).

Además de sufrir una servidumbre vitalicia trabajando sin pago la tierra del señor –o la tierra del monasterio–, obligaban a los siervos a reparar las casas del amo, transportar sus cosechas, recoger leña para su fuego. También debían suministrar animales de carga y transporte cuando se les exigía. “Era un sistema eficiente de explotación económica que garantizaba a las elites religiosa y laica una mano de obra permanente y segura para cultivar sus posesiones sin carga ni responsabilidad diaria por la subsistencia del siervo ni la necesidad de competir por mano de obra en el contexto de un mercado” (17).

La gente en general trabajaba bajo los lastres combinados de la “corvée” (trabajo obligatorio sin pago por el señor) y onerosos diezmos. Pagaban impuestos por casarse, por el nacimiento de cada hijo y por cada muerte en la familia. Pagaban impuestos por plantar un nuevo árbol en su patio, por mantener animales domésticos o de corral, por poseer una maceta con flores o por colocar un cencerro sobre un animal. Había impuestos para los festivales religiosos, por cantar, bailar, tocar el tambor y tocar la campana. La gente pagaba impuestos por ir a prisión y por su liberación. Incluso los mendigos pagaban impuestos. Los que no podían encontrar trabajo pagaban impuestos por no tenerlo, y si viajaban a otra aldea en busca de trabajo, pagaban un impuesto por derecho de tránsito. Cuando la gente no podía pagar, los monasterios le prestaban el dinero con un interés de entre un 20 y un 50 por ciento. Algunas deudas eran pasadas de padres a hijos y a nietos. Los deudores que no podían pagar sus compromisos podían ser esclavizados durante todo el tiempo exigido por el monasterio, algunas veces por el resto de sus vidas (18).

Las enseñanzas religiosas de la teocracia sustentaban este orden clasista. A los pobres y afligidos se les enseñaba que ellos mismos habían provocado sus problemas por su comportamiento insensato y malvado en sus vidas anteriores. Por lo tanto, debían aceptar la miseria de su existencia actual como expiación y anticipación de que su suerte mejoraría al renacer. Desde luego, los ricos y poderosos trataban su buena suerte como una recompensa y como una evidencia tangible de virtud en vidas pasadas y presentes.

Tortura y mutilación en Shangri-La

En el Tíbet del Dalai Lama, la tortura y la mutilación –incluyendo la amputación de las extremidades, los ojos o la lengua y el corte de tendones en las piernas– eran castigos preferidos infligidos a ladrones, a siervos escapados y a otros “criminales”. Al viajar por Tíbet en los años 60, Stuart y Roma Gelder entrevistaron a un antiguo siervo, Tsereh Wang Tuei, que había robado dos ovejas, propiedad de un monasterio. Por eso le arrancaron sus dos ojos y le mutilaron la mano, inutilizándola. Explica que ya no es budista. “Cuando un santo lama les dijo que me cegaran pensé que no hay bien alguno en la religión” (19). Algunos visitantes occidentales del viejo Tíbet observaron los numerosos amputados que se veía. Ya que era contrario a las enseñanzas budistas acabar con la vida humana, algunos infractores eran severamente azotados y luego “dejados a la merced de Dios” en la noche helada para que murieran. “Los paralelos entre Tíbet y Europa medieval son sorprendentes”, concluye Tom Grunfeld en su libro sobre Tíbet (20).

Anna Louise Strong informa que algunos monasterios tenían sus propias prisiones privadas. En 1959 visitó una exhibición de equipos de tortura que habían sido utilizados por los amos tibetanos. Había esposas de todos los tamaños, incluyendo pequeñas para niños, e instrumentos para cortar narices y orejas y quebrar manos. Para arrancar los ojos había un gorro especial con dos agujeros, que era presionado sobre la cabeza de manera que los ojos aparecían a través de los agujeros y podían ser arrancados con más facilidad. Había instrumentos para cortar las rótulas de las rodillas y los talones, o para cortar los tendones de las piernas. Había hierros para marcar, látigos y complementos especiales para destripar (21).

La exhibición contenía fotografías y testimonios de víctimas que habían sido cegadas o lisiadas, o que habían sufrido amputaciones por robo. Estaba el pastor cuyo amo le debía un reembolso en yuan y trigo pero que se negaba a pagar. Así que se apoderó de una de las vacas del amo, y por haberlo hecho le cortaron las manos. A otro pastor, que se oponía a que el señor le quitara a su mujer, le quebraron las manos. Había fotos de activistas comunistas a los que les habían cortado las narices y los labios superiores, y de una mujer que fue violada y a la que después le cortaron la nariz (22).

El despotismo teocrático fue la regla durante generaciones. Un visitante inglés a Tíbet en 1895, el doctor A. L. Waddell, escribió que la gente en Tíbet vivía bajo la “intolerable tiranía de los monjes” y las infernales supersticiones que habían elaborado para aterrorizarla. En 1904, Perceval Landon describió el régimen del Dalai Lama como “una máquina de opresión” y “una barrera contra toda mejora humana”.

Aproximadamente en esa época, otro viajante inglés, el capitán W.F.T. O'Connor, observó que “los grandes terratenientes y los sacerdotes... ejercen en sus propios dominios un poder despótico contra el que no hay apelación”, mientras la gente es “oprimida por el más monstruoso engendro de monacato y de sacerdocio que el mundo jamás haya conocido”. Los gobernantes tibetanos, como los europeos de la Edad Media, “forjaron innumerables instrumentos de servidumbre, inventaron leyendas degradantes, y estimularon un espíritu de superstición” entre la gente común (23).

En 1937, otro visitante, Spencer Chapman, escribió: “El monje lamaísta no pasa su tiempo cuidando a la gente o educándola, ni los seglares participan o asisten a los servicios del monasterio. El mendigo al borde de la calle no representa nada para el monje. El conocimiento es una prerrogativa celosamente guardada en los monasterios y es utilizado para aumentar su influencia y riqueza” (24).

Ocupación y revuelta

Los comunistas chinos ocuparon Tíbet en 1951, reivindicando un protectorado sobre ese país. El tratado de 1951 estipuló un aparente autogobierno bajo el Dalai Lama, pero otorgó a China el control militar y el derecho exclusivo de conducir las relaciones exteriores. Los chinos también recibieron un papel directo en la administración interna “para promover reformas sociales”. Primero avanzaron lentamente, basándose sobre todo en la persuasión en un intento por realizar cambios. Entre las primeras reformas que trajeron aparejadas estuvieron la reducción de las tasas de interés usureras y la construcción de algunos hospitales y carreteras.

Mao Zedung y sus cuadros comunistas no querían simplemente ocupar Tíbet. Deseaban la cooperación del Dalai Lama en la transformación de la economía feudal de Tíbet según objetivos socialistas. Incluso Melvyn Goldstein, que simpatiza con el Dalai Lama y la causa de la independencia del Tíbet, admite que “contrariamente a la creencia popular en Occidente”, los chinos “mantuvieron una política de moderación”. “Cuidaron de mostrar respeto por la cultura y la religión Tibetana” y “permitieron que los antiguos sistemas feudal y monástico continuaran sin cambio alguno. Entre 1951 y 1959, no sólo no se confiscaron propiedades aristocráticas o monásticas, sino que se permitió que los señores feudales ejercieran una continuada autoridad judicial sobre los campesinos obligados hereditariamente” (25). Incluso en 1957 Mao Zedung trató de rescatar su política gradualista. Redujo la cantidad de cuadros y soldados chinos en Tíbet y prometió por escrito al Dalai Lama que China no realizaría reformas agrarias en Tíbet durante los seis años siguientes o incluso durante más tiempo si las condiciones no estaban maduras (26).

A pesar de ello, el control chino sobre Tíbet incomodaba considerablemente a los señores y lamas. Lo que les molestaba sobre todo no era que los intrusos fueran chinos. Habían visto ir y venir a los chinos durante siglos y habían tenido buenas relaciones con el Generalísimo y su régimen reaccionario del Kuomintang en China (27). Por cierto, la aprobación del Kuomintang fue necesaria para validar la selección del actual Dalai Lama y del Panchen Lama. Cuando el joven Dalai Lama fue instalado en Lhasa, fue con una escolta armada de tropas de Chiang Kaishek y con la participación de un ministro chino, de acuerdo con una tradición centenaria (28). Lo que realmente molestaba a los señores y lamas Tibetanos fue que estos últimos chinos eran comunistas. Sería sólo cosa de tiempo, estaban seguros, antes de que los comunistas comenzaran a imponer sus soluciones igualitarias y colectivistas sobre la teocracia altamente privilegiada.

En 1956-57, bandas tibetanas armadas emboscaron a convoyes del Ejército Popular de Liberación de China (EPL). El levantamiento recibió un amplio apoyo material de la CIA, incluyendo armas, suministros y entrenamiento militar para unidades de comando tibetanas. Es asunto de conocimiento público que la CIA estableció campos de apoyo en Nepal, y que realizó numerosos transportes aéreos y operaciones de guerrilla dentro de Tíbet (29). Mientras tanto, en EE. UU., la Sociedad Estadounidense “Por un Asia Libre”, un frente de la CIA, realizó una intensa publicidad a la causa de la resistencia tibetana. El hermano mayor del Dalai Lama, Thubtan Norbu, tuvo un papel activo en ese grupo.

Muchos de los comandos y agentes tibetanos a los que la CIA lanzó al interior del país eran jefes de clanes aristocráticos o hijos de jefes. No se supo más de un noventa por ciento de ellos según un informe de la propia CIA (30). Las pequeñas y dispersas guarniciones del EPL chino no podrían haberlos capturado a todos. El EPL debe haber recibido el apoyo de tibetanos que no simpatizaban con el levantamiento. Esto sugiere que la resistencia tuvo una base bastante limitada dentro de Tíbet. “Muchos lamas y miembros laicos de la elite y gran parte del ejército tibetano se unieron a la insurrección, pero en general la población no lo hizo, asegurando su fracaso”, escribe Hugo Deane (31). En su libro sobre Tíbet, Ginsburg y Mathos llegan a una conclusión similar. “Los insurgentes tibetanos nunca lograron ganar para sus filas ni siquiera a una fracción importante de la población, ni hablar de una mayoría. En lo que es posible establecer, la mayor parte de la gente común de Lhasa y de las tierras vecinas no se unió al combate contra los chinos, ni al comienzo ni más adelante” (32). En última instancia, la resistencia se derrumbó.

Los comunistas derrocan el feudalismo

Cualesquiera sean las injusticias y nuevas opresiones introducidas por los chinos en Tíbet después de 1959, es un hecho que abolieron la esclavitud y el sistema de servidumbre de trabajo sin pago. Eliminaron los numerosos impuestos abrumadores, comenzaron proyectos de construcción, y redujeron considerablemente el desempleo y la mendicidad. Construyeron los únicos hospitales que existen en el país y establecieron la educación laica, rompiendo así el monopolio educacional de los monasterios. Construyeron sistemas de agua corriente y de electricidad en Lhasa. También pusieron fin a la flagelación, a las mutilaciones y a las amputaciones como forma de castigo criminal (33).

Los chinos también expropiaron las propiedades de la aristocracia rural y reorganizaron a los campesinos en cientos de comunas. Heinrich Harrer escribió un bestseller sobre sus experiencias en Tíbet, que fue convertido en una popular cinta de Hollywood. Más tarde se reveló que Harrer había sido sargento en las SS de Hitler (34). Orgullosamente informa que los Tibetanos que resistieron a los chinos y “que valerosamente defendieron su independencia... eran predominantemente nobles, seminobles y lamas: fueron castigados y obligados a realizar las tareas más bajas, como los trabajos en caminos y puentes. Fueron aún más humillados al verse obligados a limpiar la ciudad antes de la llegada de los turistas”. También tuvieron que vivir en un campo reservado originalmente para mendigos y vagos (35).

En 1961, cientos de miles de hectáreas que solían ser propiedad de los señores y lamas habían sido distribuidas a inquilinos y a campesinos sin tierra. En las áreas de pastoreo, las manadas que eran de propiedad de la nobleza fueron entregadas a colectivos de pastores pobres. Se hicieron mejoras en la cría de ganado, se introdujeron nuevas variedades de vegetales y de trigo y cebada y mejoras en la irrigación, todo lo cual condujo a un aumento de la producción agrícola (36).

Muchos campesinos siguieron siendo tan religiosos como antes, dando limosnas al clero. Pero la gente ya no estaba obligada a pagar tributos o a hacer regalos a los monasterios y a los señores. Los numerosos monjes que habían sido reclutados cuando niños en las órdenes religiosas pudieron renunciar a la vida monástica, y miles lo hicieron, especialmente los más jóvenes. El resto del clero vivió de modestos estipendios gubernamentales, y obtuvo ingresos adicionales oficiando en servicios religiosos, matrimonios y funerales (37).

Las acusaciones hechas por el propio Dalai Lama sobre una esterilización masiva y deportaciones masivas de tibetanos han seguido sin ser justificadas por ninguna evidencia. Tanto el Dalai Lama como su consejero y hermano más joven, Tendzin Choegyal, afirmaron que “más de 1,2 millones de Tibetanos murieron como resultado de la ocupación china” (38). No importa cuán a menudo la repitan, esa cifra es desconcertante. El censo oficial de 1953 –seis años antes de la ofensiva china– registró la población total del Tíbet como 1.274.000. Otros cálculos variaban entre uno y tres millones (39). Otro cálculo del censo estimó la población tibetana étnica dentro del país en unos 2 millones. Si los chinos mataron a 1,2 millones a principios de los años 60, entonces ciudades enteras e inmensas porciones del campo, por cierto casi todo Tíbet, hubieran sido despobladas, transformadas en un campo de la muerte salpicado de cementerios y fosas comunes –de lo cual no se ha visto evidencia alguna.

La fuerza militar china en Tíbet no era suficientemente grande como para reunir, perseguir y exterminar a tanta gente, aunque hubiera pasado su tiempo sin hacer otra cosa. Las autoridades chinas admiten que se han cometido “errores” en el pasado, particularmente durante la Revolución Cultural de 1966-76, cuando la persecución religiosa tuvo su auge tanto en China como en Tíbet. Después de la insurrección a fines de los años 50, miles de tibetanos fueron encarcelados. Durante el Gran Salto Adelante, se impuso al campesinado la colectivización forzosa y el cultivo de granos, algunas veces con efectos desastrosos. A fines de los años 70, China comenzó a suavizar los controles sobre Tíbet “y trató de deshacer parte del daño causado durante las dos décadas anteriores” (40). En 1980, el gobierno chino inició reformas presuntamente orientadas a dar a Tíbet un mayor grado de autogobierno y autoadministración.

Se iba a permitir a los tibetanos que cultivaran parcelas privadas, que vendieran el excedente de su cosecha, que decidieran por sí mismos qué cultivos plantar y que conservaran yaks y ovejas. Se volvió a permitir la comunicación con el mundo exterior y se redujeron los controles fronterizos para permitir a los tibetanos que visitaran a sus parientes en el exilio en India y Nepal (41).

Élites, emigrados, y dinero de la CIA

Para los lamas y señores de la clase alta tibetana, la intervención comunista fue una calamidad. La mayoría huyeron al extranjero, como el propio Dalai Lama, quien recibió ayuda de la CIA para su huída. Algunos descubrieron con horror que tendrían que trabajar para vivir. Las elites feudales que permanecieron en Tíbet y decidieron cooperar con el nuevo régimen se enfrentaron a situaciones difíciles. Por ejemplo, la siguiente:

En 1959, Anna Louise Strong visitó el Instituto Central de Minorías Nacionales en Beijing, que capacitaba a diversas minorías étnicas para el servicio público, o las preparaba para su ingreso a escuelas agrícolas o médicas. De los 900 estudiantes tibetanos que participaban, la mayoría eran siervos y esclavos escapados. Pero unos 100 eran de familias tibetanas privilegiadas, enviados por sus padres para poder conseguir puestos favorables en la nueva administración. La división de clase entre estos dos grupos de estudiantes era absolutamente evidente. Como señaló el director del instituto:

“Los provenientes de familias nobles comienzan por considerarse superiores en todo sentido. Se resisten a tener que acarrear sus propias maletas, a hacer sus propias camas, a cuidar su propia habitación. Eso, piensan, es tarea de esclavos; se ofenden porque esperamos que lo hagan. Algunos nunca lo aceptan y vuelven a casa; otros terminan por aceptarlo. Los siervos primero temen a los otros y no pueden sentarse tranquilos en la misma habitación. En la etapa siguiente tienen menos miedo, pero se sienten separados y no se pueden mezclar. Sólo después de algún tiempo y de considerables discusiones llegan a la etapa en la que se mezclan fácilmente como compañeros de estudio, criticando y ayudándose mutuamente” (42).

La difícil situación de los emigrados obtuvo amplia publicidad en Occidente y considerable apoyo de las agencias de EE. UU. dedicadas a asegurar la seguridad del mundo para la desigualdad económica. Durante los años 60 la comunidad tibetana exiliada se embolsó secretamente 1,7 millones de dólares al año de la CIA, según documentos publicados por el Departamento de Estado en 1998. Una vez publicado este hecho, la propia organización del Dalai Lama publicó una declaración en la que admitió que hubo millones de dólares de la CIA durante los años 60 para enviar escuadrones armados a Tíbet a fin de debilitar la revolución maoísta. La parte anual del Dalai Lama fue de 186.000 dólares, convirtiéndose en un agente a sueldo de la CIA. La inteligencia india también lo financió, así como a otros exiliados tibetanos. Se ha negado a decir si él o sus hermanos trabajaron con la CIA. La agencia también declina todo comentario (44).

Al mismo tiempo que se presentaba como defensor de los derechos humanos, y después de obtener el Premio Nobel de la Paz en 1989, el Dalai Lama continuó asociándose y recibiendo los consejos de emigrados aristocráticos y otros reaccionarios durante su exilio. En 1995, el News & Observer de Raleigh, N. C. publicó en su portada una fotografía en colores del Dalai Lama abrazado por el senador reaccionario republicano Jesse Helms, bajo el titular “Budista cautiva a héroe del derecho religioso” (45). En abril de 1999, junto con Margaret Thatcher, el Papa Juan Pablo II y el primer George Bush, el Dalai Lama apeló al gobierno británico para que liberara a Augusto Pinochet, el ex dictador fascista de Chile y antiguo cliente de la CIA, que había sido detenido mientras visitaba Inglaterra. Urgió que se permitiera que Pinochet volviera a su país en lugar de obligarlo a ir a España, donde un jurista español lo buscaba para ser juzgado por crímenes contra la humanidad.

En la actualidad, sobre todo a través de la “Fundación Nacional a Favor de la Democracia” y otros conductos que suenan más respetables que la CIA, el Congreso de EE. UU. sigue destinando 2 millones de dólares al año a tibetanos en India, y más millones para “actividades democráticas” dentro de la comunidad exiliada tibetana. El Dalai Lama también recibe dinero del financiero George Soros, que ahora maneja la Radio Europa Libre/Radio Libertad, creada por la CIA, y otros institutos (46).

El tema de la cultura

Se nos dice que cuando el Dalai Lama gobernaba el Tíbet, la gente vivía en una simbiosis feliz con sus señores monásticos y feudales, en un orden social sostenido por una cultura profundamente espiritual y no-violenta. La profunda conexión del campesinado con el sistema existente de creencias sagradas les daba supuestamente una estabilidad tranquila, inspirada en enseñanzas religiosas humanas y pacíficas. Esto recuerda la imaginería idealizada de la Europa feudal presentada por los católicos conservadores de nuestros días como G. K. Chesterton y Hilaire Belloc. Para ellos, la cristiandad medieval fue un mundo de campesinos felices que vivían en un profundo vínculo espiritual con su Iglesia, bajo la protección de sus señores (47). De nuevo, se nos invita a aceptar una cultura particular en sus propios términos, lo que equivale a aceptarla tal como es presentada por su clase favorecida, por aquellos que, en la cumbre, se beneficiaron más gracias a ella. La imagen de Shangri-La de Tíbet no tiene más parecido con la realidad histórica que la imagen idealizada de la Europa medieval

Podría decirse que nosotros, habitantes del mundo moderno laico, no podemos comprender las ecuaciones de felicidad y dolor, satisfacción y costumbre, que caracterizan a sociedades más “espirituales” y “tradicionales”. Podría ser así, y podría explicar por qué algunos de nosotros idealizamos tales sociedades. Pero un ojo arrancado es un ojo arrancado, una flagelación es una flagelación, y la atroz explotación de siervos y esclavos sigue siendo una brutal injusticia clasista, no importa cuánto se la embellezca culturalmente. Hay una diferencia entre un lazo espiritual y un pueblo sometido, aún si uno y otro coexisten.

Por cierto, hay mucho en la intervención china que es deplorable. En los años 90, los Han, el mayor grupo étnico que incluye a más de un 95 por ciento de la vasta población china, comenzaron a ir en forma masiva a Tíbet y a varias provincias occidentales (48). Estos reasentamientos han tenido efecto sobre las culturas indígenas de China occidental y de Tíbet. En las calles de Lhasa y Shigatse hay signos fácilmente visibles de la preeminencia china. Los chinos dirigen las fábricas y muchos de los negocios y puestos de venta. Se ha construido edificios elevados de oficinas y grandes centros comerciales con fondos que podrían haber sido mejor invertidos en plantas de tratamiento de agua y viviendas.

Los cuadros chinos en Tíbet adoptaron demasiado a menudo una actitud supremacista hacia la población autóctona. Algunos consideraron que sus vecinos tibetanos eran atrasados y flojos, que necesitaban desarrollo económico y “educación patriótica”. Durante los años 90, empleados del gobierno tibetano a los que se sospechaba de simpatías nacionalistas fueron purgados de sus trabajos y se lanzaron campañas para desacreditar al Dalai Lama. Según se informa, hubo tibetanos que se vieron sometidos a arresto, encarcelamiento y trabajos forzados por tratar de huir del país y por realizar actividades separatistas y participar en “subversión” política. Algunos arrestados fueron mantenidos en detención administrativa sin suministros adecuados de alimentos o agua, ni de frazadas, y objeto de amenazas, palizas y otros maltratos (49).

Las reglas chinas de planificación familiar que permiten un máximo de 3 hijos a las familias tibetanas han sido impuestas irregularmente y varían según el distrito. Si una pareja va más allá del límite, puede denegarse la atención durante el día, la asistencia sanitaria y la educación subvencionadas a los niños que exceden el límite permitido. Al mismo tiempo, se desdeña la historia, la cultura, y la religión tibetanas en las escuelas. Los materiales educativos, aunque están traducidos al tibetano, se concentran en la historia y la cultura chinas (50).

No obstante, el nuevo orden tiene sus partidarios. Un artículo de 1999 en el Washington Post señala que el Dalai Lama sigue siendo venerado en Tíbet, pero... pocos tibetanos saludarían el retorno de los corruptos clanes aristocráticos que huyeron con él en 1959 y que incluyen al grueso de sus asesores. Muchos agricultores tibetanos, por ejemplo, no tienen interés alguno en devolver a los clanes las tierras que obtuvieron gracias a la reforma agraria china. Los antiguos esclavos de Tíbet dicen que ellos tampoco quieren que sus antiguos amos vuelvan al poder.

“Ya he vivido una vez esa vida”, dijo Wangchuk, un antiguo esclavo de 67 años que llevaba puestas sus mejores ropas para su peregrinaje anual a Shigatse, uno de los sitios más sagrados del budismo Tibetano. Dijo que veneraba al Dalai Lama, pero agregó: “Puede ser que no sea libre bajo el comunismo chino, pero me va mejor que cuando era esclavo” (51).

Si se apoya el derrocamiento de la teocracia feudal por los chinos no quiere decir que se aplauda todo lo que tiene que ver con el régimen chino en Tíbet. Este punto no lo comprenden a menudo los actuales adherentes de Shangri-La en Occidente. También vale lo contrario. Denunciar la ocupación china no significa que tengamos que idealizar el antiguo régimen feudal. Una queja común entre los prosélitos budistas en Occidente es que la cultura religiosa de Tíbet está siendo destruida por las autoridades chinas. Parece ser así. Pero lo que ponemos en duda aquí es la supuesta admirable e impecable naturaleza espiritual de esa cultura anterior a la invasión. Podemos defender la libertad religiosa y la independencia de Tíbet sin tener que adherirnos a la mitología del Paraíso Perdido.

Finalmente, hay que subrayar que la crítica que formulamos no es un ataque personal contra el Dalai Lama. Parece ser un individuo bastante honesto, que habla a menudo de paz, amor y no-violencia. En 1994, en una entrevista con Melvyn Goldstein, declaró que desde su juventud ha estado a favor de construir escuelas, “máquinas” y caminos en su país. Afirma que pensó que la “corvée” y ciertos impuestos a los campesinos “fueron extremadamente malos”. Y le disgustaba la manera como se abrumaba a la gente con deudas antiguas, que a veces eran transmitidas de generación en generación (52). Además, dicen que ha establecido un “gobierno en el exilio” con una constitución escrita, una asamblea representativa y otros aspectos democráticos esenciales (53).

Como muchos ex gobernantes, el Dalai Lama suena mucho mejor fuera del poder que cuando lo tenía. Hay que recordar que fue necesaria una ocupación china y casi cuarenta años de exilio para que propusiera la democracia para el Tíbet y criticara la opresiva autocracia feudal de la que él mismo constituía la cúspide. Pero su crítica del antiguo orden llega demasiado tarde para los tibetanos comunes. Muchos de ellos quieren que vuelva a su país, pero parece que relativamente pocos quieren que se vuelva al orden social que representa.

En un libro publicado en 1996, el Dalai Lama profirió una declaración remarcable que debe haber hecho sobresaltar a toda la comunidad del exilio. En parte dice lo siguiente: “De todas las teorías económicas modernas, el sistema económico del marxismo se funda en principios morales, mientras que el capitalismo se preocupa sólo de las ganancias y beneficios. El marxismo se preocupa de la distribución de la riqueza sobre una base igualitaria y de la utilización justa de los medios de producción. También se preocupa de la suerte de las clases trabajadoras –es decir, la mayoría– así como de la suerte de los que son menos favorecidos y necesitados, y el marxismo se preocupa de las víctimas de la explotación impuesta por la minoría. Por esas razones el sistema me es atractivo, y parece ser justo... “El fracaso del régimen en la Unión Soviética, fue para mí no el fracaso del marxismo sino el fracaso del totalitarismo. Por ese motivo me considero como medio marxista, medio budista” (54).

Y más recientemente, en 2001, mientras visitaba California, señaló que “Tíbet, desde el punto de vista material es muy, muy atrasado. Espiritualmente es bastante rico. Pero la espiritualidad no puede llenar nuestros estómagos”. Es un mensaje que deberían escuchar los prosélitos budistas acaudalados y bien alimentados de Occidente a los que no les preocupan para nada las consideraciones materiales cuando idealizan el Tíbet feudal.

Dejando aparte al budismo y al Dalai Lama, lo que he tratado de poner en duda es el mito del Tíbet, la imagen del Paraíso Perdido de un orden social que fue poco más que una teocracia despótica, retrógrada, de servidumbre y pobreza, tan dañina para el espíritu humano, donde unos pocos acumulaban vastas riquezas para vivir a las mil maravillas a costa de la sangre, el sudor y las lágrimas de los muchos. Para la mayoría de los aristócratas Tibetanos en exilio, ése es el mundo al que desean tan fervientemente regresar. El algo muy distinto de Shangri-La.

Notas:

1. Melvyn C. Goldstein, “The Snow Lion and the Dragon: China, Tíbet, and the Dalai Lama” (Berkeley: University of California Press, 1995), 6-16.
2. Mark Juergensmeyer, “Terror in the Mind of God”, (Berkeley: University of California Press, 2000), 113.
3. Kyong-Hwa Seok, "Korean monk gangs battle for temple turf", San Francisco Examiner, December 3, 1998.
4. Gere quoted in "Our Little Secret", Counter Punch, 1-15 November 1997.
5. “Dalai Lama quoted in Donald Lopez Jr., Prisoners of Shangri-La: Tibetan Buddhism
and the West” (Chicago and London: Chicago University Press, 1998), 205.
6. Stuart Gelder and Roma Gelder, “The Timely Rain: Travels in New Tíbet” (New York, Monthly Review Press, 1964), 119.
7. Gelder and Gelder, “The Timely Rain”, 123.
8. Pradyumna P. Karan, “The Changing Face of Tíbet: The Impact of Chinese Communist Ideology on the Landscape” (Lexington, Kentucky, University Press of Kentucky, 1976), 64.
9. Gelder and Gelder, “The Timely Rain”, 62 and 174.
10. “As skeptically noted by Lopez, Prisoners of Shangri-La”, 9.
11. See the testimony of one serf who himself had been hunted down by tibetan soldiers and returned to his master: Anna Louise Strong, “Tibetan Interviews” (Peking: New World Press, 1929), 29-30 90.
12. Melvyn Goldstein, William Siebenschuh, and Tashì-Tsering, “The Struggle for Modern Tíbet: The Autobiography of Tashì-Tsering” (Armonk, N.Y., M. E. Sharpe, 1997).
13. Gelder and Gelder, “The Timely Rain”, 110.
14. Strong, “Tibetan Interviews”, 15, 19-21, 24.
15. Quoted in Strong, “Tibetan Interviews”, 25.
16. Strong, “Tibetan Interviews”, 31.
17. Melvyn C. Goldstein, “A History of Modern Tíbet 1913-1951” (Berkeley, University of California Press, 1989), 5.
18. Gelder and Gelder, “The Timely Rain”, 175-176; and Strong, “Tibetan Interviews”, 25-26.
19. Gelder and Gelder, “The Timely Rain”, 113.
20. A. Tom Grunfeld, “The Making of Modern Tíbet”, rev. ed. (Armonk, N.Y. and London, 1996), 9 and 7-33 for a general discussion of feudal Tíbet; see also Felix Greene, “A Curtain of Ignorance” (Garden City, N.Y.: Doubleday, 1961), 241-249; Goldstein, “A History of Modern Tíbet 1913-1951”, 3-5; and Lopez, “Prisoners of Shangri-La”, passim.
21. Strong, “Tibetan Interviews”, 91-92.
22. Strong, “Tibetan Interviews”, 92-96.
23. Waddell, Landon, and O'Connor are quoted in Gelder and Gelder, “The Timely Rain”, 123-125.
24. Quoted in Gelder and Gelder, “The Timely Rain”, 125.
25. Goldstein, “The Snow Lion and the Dragon”, 52.
26. Goldstein, “The Snow Lion and the Dragon”, 54.
27. Heinrich Harrer, “Return to Tíbet” (New York: Schocken, 1985), 29.
28. Strong, “Tibetan Interview”, 73.
29. See Kenneth Conboy and James Morrison, “The CIA's Secret War in Tíbet” (Lawrence, Kansas, University of Kansas Press, 2002); and William Leary, "Secret Mission to Tíbet", Air & Space, December 1997/January 1998.
30. Leary, "Secret Mission to Tíbet."
31. Hugh Deane, "The Cold War in Tíbet", Covert Action Quarterly (Winter 1987).
32. George Ginsburg and Michael Mathos, “Communist China and Tíbet” (1964), quoted in Deane, "The Cold War in Tíbet."
33. Deane notes that author Bina Roy reached a similar conclusion.
34. See Greene, “A Curtain of Ignorance”, 248 and passim; and Grunfeld, “The Making of Modern Tíbet”, passim.
35. Los Angeles Times, 18 August 1997.
36. Harrer, “Return to Tíbet”, 54.
37. Karan, “The Changing Face of Tíbet”, 36-38, 41, 57-58; London Times, 4 July 1966.
38. Gelder and Gelder, “The Timely Rain”, 29 and 47-48.
39. Tendzin Choegyal, "The Truth about Tíbet," Imprimis (publication of Hillsdale
College, Michigan), April 1999.
40. Karan, “The Changing Face of Tíbet”, 52-53.
41. Elaine Kurtenbach, Associate Press report, San Francisco Chronicle, 12 February 1998.
42. Goldstein, “The Snow Lion and the Dragon”, 47-48.
43. Strong, Tibetan Interviews, 15-16.
44. Jim Mann, "CIA Gave Aid to Tibetan Exiles in '60s, Files Show," Los Angeles Times, 15 September 1998; and NewYork Times, 1 October, 1998.
45. Reuters report, San Francisco Chronicle, 27 January 1997.
46. News & Observer, 6 September 1995, cited in Lopez, Prisoners of Shangri-La, 3. Heather Cottin, "George Soros, Imperial Wizard," CovertAction Quarterly no. 74 (Fall 2002).
47. The Gelders draw this comparison, “The Timely Rain”, 64.
48. The Han have also moved into Xinjiang, a large northwest province about the size of Tíbet, populated by Uighurs; see Peter Hessler, "The Middleman", New Yorker, 14 & 21 October 2002.
49. Report by the International Committee of Lawyers for Tíbet, “A Generation in Peril” (Berkeley Calif.: 2001), passim.
50. International Committee of Lawyers for Tíbet, “A Generation in Peril”, 66-68, 98.
51. John Pomfret, "Tíbet Caught in China's Web", Washington Post, 23 July 1999.
52. Goldstein, “The Snow Lion and the Dragon”, 51.
53. Tendzin Choegyal, "The Truth about Tíbet."
54. The Dalai Lama in Marianne Dresser (ed.), “Beyond Dogma: Dialogues and Discourses” (Berkeley, Calif.: North Atlantic Books, 1996). Quoted in San Francisco Chronicle, 17 May 2001.

3 comentarios:

  1. Anónimo3:26 a. m.

    GRACIAS POR COMPARTIR EL CONOCIMIENTO.
    DANIELAND

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  2. Anónimo10:43 p. m.

    MUY BUEN ARTICULO!

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  3. Gabriel Astengo2:03 a. m.

    Gracias por difundir la verdad.

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